Las mujeres no saben hacer nada.
En una conversación reciente, una amiga dama trabajadora, me
soltó la frase: “Las mujeres de antes no sabían hacer nada y por eso se
aguantaban maridos infieles, borrachos, sinvergüenzas”. La frase se me clavó
como una daga en el corazón.
Esa expresión es una de las grandes injusticias de nuestra
sociedad que ha sufrido una transformación dramática a partir del momento en
que aparecieron los anticonceptivos, las mujeres pudieron acceder a la libertad
sexual sin el “riesgo” de tener hijos y se desarrollaron los modelos
feministas.
“No tengo hijos porque me encarto, pierdo mi libertad, no
puedo progresar en mi trabajo, prefiero una mascota, es una responsabilidad muy grande, no quiero traer hijos a esta porquería de mundo”. Nuestra civilización instituyó
que la crianza de hijos y la atención hogareña no tenían valor económico ni de
realización personal.
¡Qué error! Las mujeres y los hombres son biológicamente
distintos, sienten distinto, su aporte al desempeño sexual es distinto, aman distinto.
Aún tengo en mi cabeza la actividad de
mi madre que también era esposa, amante, ama de casa, profesora, formadora,
guardiana, cuidandera, chofer, poetisa, cantora, bailarina, actriz, enfermera,
líder cívica, fundadora de instituciones, alumna de inglés, de tiple, de canto,
de solfeo, de jardinería, de costura, de cocina, del idioma de los sordomudos;
navegante en Internet, vendedora de boletas para eventos caritativos, congregadora
de familia y amigos, reconocedora de parientes aunque fuera por solo “una gota
de sangre”. Y una vez en mi niñez cuando me preguntaron qué hacía mi mamá,
contesté: “Nada, ella vive en la casa”.
Las estadísticas de la fuerza laboral no tratan el trabajo
hogareño no remunerado como una actividad económica. Como consecuencia, vemos
cambios en la pirámide de edades de la mayoría de las que llamamos sociedades
desarrolladas como Canadá, Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, España o
Francia en las que la proporción de la población femenina mayor de 15 años en
las actividades económicas que no incluyen lo que he denominado “no
hacer nada”, es superior al 50%.[1]
La participación de las mujeres solteras que nunca han
contraído matrimonio en las actividades clasificadas como económicas en Estados
Unidos es cercana al 70%. Ellas reciben remuneración y sí se dice que trabajan.
En Colombia, la participación femenina en la fuerza de trabajo es hoy del
24%; no se incluyen las que atienden actividades no remuneradas ni clasificadas
como económicas entre las que se encuentran esas mujeres multitarea que no
hacen nada. Y la cereza del pastel es que en una medición de 2014, en
Colombia la dedicación del tiempo en actividades no remuneradas está un 323%
por encima de lo que dedican los hombres a las que se clasifican como
domésticas, el cuidado de personas y el trabajo voluntario. Todas esas personas,
en su gran mayoría mujeres, no se consideran económicamente activas en las
estadísticas de la oferta de la mano de obra; ¿Qué será lo que se debe cambiar?
¿El concepto o las estadísticas?
Las sociedades deberían pensar más a fondo en la necesidad
de valorar el trabajo materno y doméstico y en proyectar una visión sobre cómo
se debe orientar la demografía y el relevo generacional.
Empecé esta historia con una anécdota y quiero concluirla ofreciendo
disculpas póstumas para mi mamá y todavía a tiempo con Tere, con Cecilia, con
Gabriela, con Fany, con Elena, con Ruby, con Stelly, con Gilma, con todas las
mujeres que optaron por criar una familia y “no hacer nada” y con aquellas que
como Carmenza y Luz María a ese “hacer nada” le agregaron echarse al hombro
obligaciones económicas. Debería haber contestado a aquella pregunta cuando
estaba niño: Las mujeres trabajan tanto que son capaces de multiplicarse en
un sinnúmero de tareas dándole prioridad a la más sublime de sus ocupaciones:
Ser mamá.
[1] Las
fuentes principales de estas estadísticas y conceptos fueron el DANE en
Colombia y la página “Our Word in data”